Era tarde. Demasiado tarde considerando la hora en la que siempre se iba a dormir y en la cual debería despertar al siguiente día. Pero aquel día había decidido quedarse esperándolo. Eran las dos de la mañana, y no había señales de él. Había intentado matar el tiempo... leyó, pensó, escribió, y se deprimió viendo películas románticas. Sin embargo... definitivamente, no era su día de suerte.
Se podría decir que lo extrañaba. En realidad siempre lo hacía. Pero había días en los cuales necesitaba, en el fondo de su corazón, hablar con él. Aunque solo fueran tres palabras. Necesitaba escuchar su voz, o por lo menos recibir un mensaje para saber que estaba bien, y recordarle que todavía la recordaba.
El problema aquella noche... era que no aguantaría demasiado... tanto porque su paciencia tenía un límite y porque se dormiría sentada en el sillón. Por suerte la música intentaba acompañarla... le servía para pensar, para entender porque se había enamorado de él... porque no podía sacarlo de su mente ni un solo segundo... porque se encontraba todo los días de cada semana pendiente de él... y porque lo extrañaba y necesitaba tanto cada momento solitario que tenía. ¿Por qué? si era un chico como cualquier otro. Sí, era tierno y los mejores momentos a lo largo de su vida los había pasado con él. Pero eso no le daba derecho a enamorarla. ¿Por qué le costaba tanto alejarse siquiera un tiempo de él? Se estaba convirtiendo en una adicción.
Entonces lo decidió...
Decidió apagar todos los teléfonos o cualquier circuito electrónico mediante el cual se podría comunicar, y hacer lo que debería haber hecho desde un principio: continuar con su vida normal a pesar de los horarios que los separaban. Ya se acordaría de ella... en algún momento lo haría. Porque tarde o temprano, siempre volvía.
martes, 26 de agosto de 2014
domingo, 24 de agosto de 2014
1967 días de espera
Estaba tranquila porque sabía que él me esperaba. En menos de un minuto me encontraría a su lado, mirando hacia nuestro futuro juntos.
Mis zapatos de taco alto se hundían con suavidad sobre la alfombra roja cual dedos de niño en un dulce algodón de azúcar.
Mi corazón latía...dulce, esperanzado. Y el vestido blanco que me cubría se deslizaba delicadamente al compás de mis pasos.
Que ansiedad...ser su esposa.
Convertirme después de tantos momentos inolvidables, en el amor de su vida.
¿Seríamos felices?
Por supuesto que sí. No tenia dudas, como cuando acepté su propuesta.
Mientras recorría aquel corto camino, pero a la vez tan ansiado y eterno, recordé cada momento en el que deseamos que esto sucediera: como cuando de la nada misma el deseo salía disparado de nuestros labios y en voz alta: "Quiero casarme con vos", y la emoción nos invadía a ambos.
¡Que increíble! ¿Cuánto se hizo esperar este día...? Entonces un recuerdo pequeño y fugaz invadió mi mente...
aquella vez que durante nuestros primeros años de noviazgo, utilizamos un contador de días y nos pareció una eternidad tener que esperar 1967 días para nuestra fecha de boda: 29 de noviembre de 2019.
Esa era la respuesta: mil novecientos sesenta y siete días.
Casi llegando al altar, lo vi. Allí estaba por fin, cual escena de película... me miraba con sus brillantes ojos verdes y nobles, aquellos que tantas veces me prometieron una vida de infinita felicidad.
Y me sonreía, de la misma manera que lo hacía cuando se daba cuenta de lo enamorado que estaba de mí.
Seguramente estaba ansioso, ya que la paciencia no era su mayor virtud, pero lo disfrutaba. Disfrutaba demasiado el momento. El momento en el que nos prometíamos estar juntos por siempre.
Entonces llegué. Nos miramos con un destello de felicidad en los ojos. Nos tomamos de las manos y nos juramos amor eterno, una vez más en la vida.
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